Llegeix l'article de l'escriptor Andres Trapiello, Lo peor de ser pobres, publicat a La Vanguardia el 4 de desembre de 2012
Andrés Trapiello |
Cuando llegó el crac de
1929, algunos banqueros y bolsistas se arrojaron al vacío desde los
rascacielos. Fueron las víctimas de las finanzas. Lo mismo ocurría con
los ejércitos. Durante la primera Gran Guerra, generales y soldados
marchaban al frente a pelear y matar o a que los matasen. Pero
comprendieron que ni eran tan listos ni tan fuertes si las primeras
víctimas tenían que ser ellos mismos, de modo que desarrollaron tácticas
financieras y militares que les permitieran salvar su dinero y su
pellejo en caso de que viniesen mal dadas. Les ha llevado mucho tiempo,
pero puede decirse que los resultados son óptimos: se suicidan otros y mueren otros.
Aunque los causantes de la ruina financiera sigan siendo los mismos que
en 1929 y movidos por razones parecidas, la codicia y la usura, harían
el ridículo suicidándose: eso se lo han dejado a los pobres, por lo
mismo que en las guerras procuran que no mueran los soldados, como había
ocurrido siempre, sino la población civil que no ha podido escapar de
bombardeos y fuegos cruzados, o sea, también los pobres. A todos se nos
hiela la sangre cuando oímos el número de víctimas civiles en las
guerras de Iraq o Afganistán; a todos se nos ha apretado el corazón
cuando se nos ha dicho que tal o cual persona se ha arrojado al vacío al
írsele a desalojar por un desahucio de la casa donde vivía.
Los lectores de esta página
acaso recuerden que en ella se ha hablado alguna vez de las ventajas de
una vida austera y sencilla, de la frugalidad frente a la glotonería, de
la austeridad frente al despilfarro y del aprovechamiento de los
recursos como alternativa a su consumo indiscriminado, del crecimiento
en profundidad o elevación frente al crecimiento extensivo, en
definitiva, de la virtud de aprender a ser feliz con poco
para evitar ser desdichados en la abundancia, si acaso no lo somos como
consecuencia de ella. No le importaba a uno que hubiera tales o cuales
ricos, no envidiaba sus mansiones de gusto saudí ni sus yates o aviones
ni sus fiestas. Le bastaban a uno bien pocas cosas: un trabajo
justamente remunerado, lo preciso para poder tener un techo, unos
cuantos libros, tres comidas al día no por frugales menos sazonadas,
tiempo libre para dar de vez en cuando un paseo por el campo o visitar
alguna ciudad especial, abrigo para el invierno y refresco para el
verano y, claro, la salud para poder disfrutar de unos pocos amigos y
una pequeña familia bien avenida. Puede alguien desear muchas más cosas,
desde luego, pero dudo que pudiese nadie desearlas mejores.
Pues bien, estamos llegando a
un punto en que ya ni siquiera les servimos pobres. Nos quieren en
paro, sin casa, sin libros y, a ser posible, muertos.
Preferirían, desde luego, que los muertos se quitaran de en medio con
mayor discreción (lo de suicidarse deben de considerarlo un plagio de
mal gusto y trasnochado), y seguramente en este momento están trabajando
codo con codo los gobiernos y los banqueros para lograr una reducción
tan apreciable como discreta de la población mundial, porque deben de
encontrar irritante que una sola mujer que se arroja al vacío haya
podido detener todos los desahucios.
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