Albert Sales explica en el artículo que reproducimos a continuación, publicado en Vagos, Maleantes, Putas e Inmigrantes, los complejos motivos por los que muchas personas deciden dormir a la intemperie a pesar de que en las ciudades en cuyas calles viven y duermen existen albergues con camas disponibles. Ir más allá de la obviedad de los hechos implica, como ha expuesto en alguna ocasión la socióloga catalana Marina Subirats, elaborar un pensamiento sofisticado. Para muchas personas éste es un ejercicio muy difícil de practicar por la existencia previa de una premeditada y bien planificada tarea de inculcar de manera generalizada -y, por cierto, a través de mecanismos muy "sofisticados"- una mirada acrítica que simplifique todas las cuestiones.
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QUIEN DUERME EN LA CALLE ES PORQUE QUIERE
No, no hace falta ser Ana Botella para defender con convicción que
quien duerme en la calle es porque quiere. Unas plazas libres en un
albergue son argumento de sobras para que muchas personas de bien y
orden compartan tan elaborada conclusión. Botella, en su visita anual al
Centro de Acogida para personas sin hogar San Isidro, de Madrid, ha afirmado que no hay nadie que no pueda dormir bajo techo en Madrid,
pero hay personas que no lo quieren hacer. La alcaldesa de la capital
española intentaba dejar claro que el Ayuntamiento hace todo lo que hay
que hacer para atender a las personas sin techo, subrallando la labor de
los centros de acogida y del SAMUR Social, pero que si la ciudadanía
sigue viendo personas durmiendo en la calle se debe a su obstinada
elección.
El mismo razonamiento con el que Ana Botella, entre muchos otros, se
descarga de responsabilidades, sirve también como argumento a otros para
“limpiar” las calles. Viktor Orbán, primer ministro de Hungría,
defendió la polémica ley que abrió la puerta a convertir la pernocta en
el espacio público en delito, afirmando que en los albergues había sitio
de sobras y que quien dormía en la calle lo hacía por opción, no por
obligación. Desde noviembre de 2012, los Ayuntamientos Hungaros pueden
declarar areas donde quede terminantemente prohibida la pernocta bajo
pena de trabajos comunitarios o prisión. La organización húngara de
apoyo a las personas sin hogar A Város Mindenkié (La ciudad es para todos) declaraba en su web a finales de 2012: “A
pesar de años de activismo y protestas, el sinhogarismo se ha
convertido en un delito punible en Hungría. En noviembre de 2012, el
Tribunal Constitucional revocó una ley que criminalizaba las personas
sin hogar, con el argumento de que el Estado debe considerar la
exclusión de la vivienda como un problema social no como un hecho
punible. En respuesta, el partido en el gobierno decidió cambiar la
Constitución lo que permite a los gobiernos locales castigar la
“residencia habitual en el espacio público”. Las personas sin hogar ya
pueden ser sometidas a trabajo comunitario obligatorio, multa y
encarcelamiento en la mayor parte de Budapest, y varias autoridades
locales fuera de la capital también están criminalizando y penalizando
la falta de vivienda”.
En abril de 2011, el entonces alcalde de Madrid, Aberto Ruiz
Gallardón, también pidió públicamente una ley que habilitara a la
policía municipal para sacar a las personas sin hogar de la vía pública
por la fuerza. Gallardón argumentaba que en su ciudad había recursos de
pernocta suficientes para que nadie durmiera en la calle pero que no
disponía de la autoridad legal para obligar a nadie a utilizarlos. Se
trata del mismo argumento utilizado en repetidas ocasiones por el
Secretario de Estado húngaro; una simplificación de la realidad con la
que se intenta alimentar el mito de que todo el que duerme en la calle
lo hace porque quiere.
Pero, ¿qué explica entonces que haya personas que duerman a la
intemperie? ¿Quién puede preferir dormir al raso que en una cama de un
edificio con calefacción? Sin duda, es complicado comprender las
decisiones ligadas a la supervivencia que toman las personas que viven
situaciones de pobreza extrema desde los marcos de referencia de quien
nunca ha vivido dichas situaciones. Aunque podamos imaginar cómo nos
comportaríamos si una noche nos quedáramos en la calle, difícilmente
podemos saber qué decisiones tomaríamos tras pasar semanas o meses sin
hogar.
Al centrarse en el momento concreto en el que alguien rechaza la
asistencia de los servicios sociales obviando el proceso de deterioro de
la situación personal que le ha llevado a quedarse sin techo, se
simplifican en exceso tanto las causas como las consecuencias de la
exclusión de la vivienda que padecen millones de personas en el Estado
español.
Sin techo no es lo mismo que sin hogar, pero quedarse sin techo es el
estadio más grave del sinhogarismo. En la mayoría de ocasionas se trata
del final de una prolongada caída en el transcurso de la cual se pasa
por situaciones de exclusión residencial muy duras: el hacinamiento en
viviendas de familiares o amigos con todas sus tensiones, el alojamiento
en habitaciones subarrendadas o en pensiones, el paso por centros de
acogida o albergues, los constantes cambios de domicilio, traslados y
mudanzas, durante las cuales no sólo se pierden propiedades y recuerdos,
sino también relaciones sociales y sensación de arraigo. La
imposibilidad de plantear objetivos vitales a largo plazo y la
acumulación de frustraciones hace que las decisiones se centren en lo
inmediato. Cuando se percibe imposible encontrar un empleo, ¿qué sentido
puede tener destinar tiempo y recursos a formarse?, cuando la capacidad
de ahorro es mínima y los imprevistos dejan la cuenta corriente en
números rojos, ¿qué sentido tiene contener impulsos de consumo para
ahorrar?
En la adaptación a los cambios derivados del empobrecimiento y de la
constante provisionalidad, se desarrollan estrategias de supervivencia
que se incorporan a la cotidianidad de las personas. Son estrategias muy
complejas que interaccionan con los servicios de asistencia social de
formas que pueden no ser las más “razonables” para quienes planifican la
asistencia. Renunciar a la pernocta en un centro de acogida temporal es
una decisión que puede estar motivada por un sinfín de razones. La
persona que así actúa puede preferir quedarse cerca de donde pasa el día
y de donde la gente le conoce y le ofrece alguna ayuda, en lugar de
caminar con sus pertenencias de una punta a la otra de la ciudad para
pasar la noche en un lugar que no es sino un refugio temporal; quizá no
quiera prescindir de la compañía de sus mascotas; puede que evite dormir
junto a otras cinco personas en quienes no confía y con las que se
vería obligada a compartir habitación… hasta podría ser que, tras ser
objeto de varios intentos de intervención social frustrados, ya no
quiera establecer ninguna relación con instituciones asistenciales.
Los albergues y centros de acogida temporal son imprescindibles para
atender a las personas sin techo pero no tienen como objetivo hacer
desaparecer las personas sin techo de las calles. Tampoco son recursos
destinados a luchar contra el sinhogarismo, puesto que pernoctar en
estos equipamientos no es disponer de un hogar desde el que reconstruir
la propia vida. Para acompañar a las personas sin hogar en la
reconstrucción de sus vidas existen otros recursos y para luchar contra
la pobreza extrema y el sinhogarismo que tanto parece conmover a Ana
Botella en sus visitas navideñas a los albergues hacen falta unas
políticas de vivienda distintas, unas políticas migratorias distintas, y
un sistema de garantía de ingresos dignos.