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diumenge, 25 d’octubre del 2015

El orden hegemónico, o cómo imponer un punto de vista particular sobre el mundo para convertirlo en el punto de vista mayoritario

Artículo de la filósofa Maite Larrauri publicado en su blog Filosofía para profanos, que enlaza con la construcción del concepto de "típico" analizado por el filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Žižek en el post anterior

Este libro –Construir pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia–, puede ser leído con la misma facilidad y con el mismo placer que una novela, una novela en la que dos personajes conocidos mantienen una larga conversación sobre asuntos de política y de historia de nuestro país.

Pero, dado que tanto Chantal Mouffe como Íñigo Errejón son profesores de Teoría Política, se trata de una conversación que contiene algunos conceptos teóricos no evidentes por sí mismos. Gramsci está en la base de todo, pero también algunos autores de lo que se ha denominado como postestructuralismo. En la medida en que las conclusiones de ese diálogo reposan sobre esos conceptos, y en la medida en que la discusión política hoy en día se ha convertido de nuevo en un territorio apasionante (sin duda, gracias a Podemos), he considerado interesante señalarlos y analizarlos para poder seguir pensando, no sólo las situaciones que nos proponen, sino otras que se nos puedan presentar.

El primero de ellos es el concepto de “esencialismo”. La batalla que llevan a cabo Errejón y Mouffe contra el esencialismo consiste en asumir la crítica que Gramsci hace del materialismo histórico, tal y como fue formulado en su día por el marxismo clásico. El materialismo marxista considera que la economía determina la historia de las sociedades, porque determina la identidad de los sujetos a través de su posición en la producción: pertenecer a una clase social es el dato original a partir del cual los individuos se identifican con una política que representa sus intereses. Puesto que, en los análisis de Marx, el proletariado es la clase social que puede superar las contradicciones del capitalismo –y pese a ser sólo una clase y no toda la población–, encarna un proyecto universal: el desarrollo humano hacia un mundo mejor.

La concepción esencialista, dice Mouffe al principio de esta conversación, “veía la existencia de las identidades políticas como previas a su articulación discursiva”. Lo que esta “articulación discursiva” significa puede iluminarse con lo que escribió Gramsci en sus Cuadernos: “No es la estructura económica la que determina directamente la acción política, sino la interpretación que se da de ella”. Es decir, el discurso de la política, la interpretación que los argumentos políticos dan de una situación concreta es lo que determina la existencia de unas identidades políticas, de unos proyectos políticos en los que los individuos se reconocen. La política, pues, antes que la economía.

Que Gramsci, a tenor de lo que dicen quienes lo han estudiado, no haya nunca utilizado el concepto de alienación para analizar la realidad, es una muestra clarísima de que lo que dice se aleja francamente de la ortodoxia marxista. En efecto, el marxismo clásico tuvo que crear una teoría de la alienación que permitiera explicar por qué muchos individuos que eran clase obrera actuaban, pensaban y votaban en contra de sus intereses. ¿Si son obreros –se decía–, si ese es su ser de clase, por qué no se identifican con una política de clase? La respuesta de Gramsci no necesita hablar de la alienación como engaño de la ideología dominante, sino que emplea la idea de que la política es hegemonía: si la hegemonía la detenta el sector financiero y capitalista, aun cuando las clases desfavorecidas sean mucho más numerosas, en estas no se producirá una identificación masiva con una política que se plantee tomar el poder contra quienes las oprimen y explotan.

Hegemonía” es el concepto con el que Errejón y Mouffe nos invitan a pensar la política y la historia. A las mujeres (no sé si así dicho en general, pero por lo menos a las mujeres feministas) no nos resulta difícil entender en qué consiste la hegemonía, por la sencilla razón de que el patriarcado ha sido hegemónico –y todavía no se ha acabado– durante siglos y siglos. “Hegemonía” significa dominio ejercido mediante la persuasión y el consenso. Aun cuando en algunos momentos el dominio del patriarcado se ha servido de la fuerza, lo bien cierto es que no hubiera podido durar tanto tiempo si no hubiera sido por la complicidad y el acuerdo también de las mujeres.

¿Cómo puede ser que un punto de vista particular sobre el mundo (como es el punto de vista patriarcal, o el punto de vista del liberalismo económico) se imponga de tal manera que acabe siendo el punto de vista mayoritario (tanto de hombres como de mujeres, tanto de los banqueros como de los trabajadores)? Foucault tiene una respuesta: porque el punto de vista, las gafas con las que miramos la realidad, no se perciben, y lo que se ve a través de ellas no se toma como lo que las gafas nos permiten ver, sino como la realidad misma de lo que es. Errejón dice que todo orden trata de naturalizarse. Un orden hegemónico ha convertido en natural su punto de vista, haciendo que no aparezca como punto de vista sino como visión de la realidad: nos pone ante los ojos lo que tenemos que ver y sostiene que eso es lo que hay.

Pero la pregunta sigue en pie. ¿Cómo lo han conseguido? ¿Cómo han hecho los varones durante siglos para hacer que se adoptara su concepción del mundo misógina y que ni siquiera se reconociera como una concepción particular? ¿Cómo ha hecho el neoliberalismo para que la inmensa mayoría hayamos deseado enriquecernos, consumir continuamente y vivir con ese modelo de desarrollo como un ideal? Errejón y Mouffe hablan de, al menos, dos procedimientos: la configuración de un sentido común y la creación de las identidades.

El sentido común nos hace reconocer lo que es evidente y compartirlo con las personas de nuestro alrededor. Las subjetividades nos permiten identificarnos y saber quiénes y qué somos. Cada momento histórico permite ver y reconocer unas cosas. Para el hablante, para el que percibe, no hay más juego que el que las reglas del juego le permiten decir y percibir. Entrar en el juego, pertenecer a una sociedad, significa hablar como los demás y ver como los demás. La sociedad –concuerdan Errejón y Mouffe– es un espacio discursivo y las identidades son una construcción.

El esencialismo y la naturalización asociada se ponen en entredicho cuando observamos que el sentido común no es común a todos los humanos geográfica e históricamente, y que las identidades no son idénticas por los siglos de los siglos. El cambio que se ha producido en las identidades de género demuestra que no hay nada que pueda afirmarse como el ser hombre o el ser mujer. En los humanos nada puede entenderse como natural, todo es historia, ha tenido un comienzo y por eso mismo puede tener un final. No existe el Ser de las cosas, sólo modos de ser.

dijous, 22 d’octubre del 2015

La hegemonía y sus síntomas: cómo se construye el concepto de "típico"

Recurrimos de nuevo al filósofo y psicoanalista esloveno Slavoj Žižek, y su libro En defensa de la intolerancia, para explicar, en esta ocasión, "el proceso mediante el cual un contenido particular acaba revistiendo valor de lo típico: el proceso en el que se ganan o se pierden las batallas ideológicas".

A continuación reproducimos un extracto del capítulo en el cual desarrolla esta idea:

Este concepto de "típico", por ridículo que pueda parecer, esconde, pese a todo, un atisbo de verdad: cualquier concepto ideológico de apariencia o alcance universal puede ser hegemonizado por un contenido específico que acaba "ocupando" esa universalidad y sosteniendo su eficacia. Así, en el rechazo del Estado Social reiterado por la Nueva Derecha estadounidense, la idea de la ineficacia del actual Welfare System ha acabado construyéndose sobre, y dependiendo del, ejemplo puntual de la joven madre afro-americana: el Estado Social no sería sino un programa para jóvenes madres negras.

La "madre soltera negra" se convierte, implícitamente, en el reflejo "típico" de la noción universal del Estado Social... y de su ineficiencia. Y lo mismo vale para cualquier otra noción ideológica de alcance o pretensión universal: conviene dar con el caso particular que otorgue eficacia a la noción ideológica.

Así, en la campaña de la Moral Majority contra el aborto, el caso "típico" es exactamente el opuesto al de la madre negra (y desempleada): es la profesional de éxito, sexualmente promiscua, que apuesta por su carrera profesional antes que por la "vocación natural" de ser madre (con independencia de que los datos indiquen que el grueso de los abortos se produce en las familias numerosas de clase baja). Esta "distorsión" en virtud de la cual un hecho puntual acaba revestido con los ropajes de lo "típico" y reflejando la universalidad de un concepto, es el elemento de fantasía, el trasfondo y el soporte fantasmático de la noción ideológica universal: en términos Kantianos, asume la función del "esquematismo trascendental", es decir, sirve para traducir la abstracta y vacía noción universal en una noción que queda reflejada en, y puede aplicarse directamente a, nuestra "experiencia concreta". Esta concreción fantasmática no es mera ilustración o anecdótica ejemplificación: es nada menos el proceso mediante el cual un contenido particular acaba revistiendo valor de lo típico: el proceso en el que se ganan o se pierden las batallas ideológicas.

Volviendo al ejemplo del aborto: si en lugar del supuesto que propone la Moral Majority, elevamos a la categoría de "típico" el aborto en una familia pobre y numerosa, incapaz de alimentar a otro hijo, la perspectiva general cambia, cambia completamente...

La lucha por la hegemonía ideológico-política es, por tanto, siempre una lucha por la apropiación de aquellos conceptos que son vividos "espontáneamente" como "apolíticos", porque trascienden los confines de la política.

Fuente fotografía: http://www.elortiba.org/notapas673.html

dijous, 8 d’octubre del 2015

Los nuevos estados de vigilancia: "nuestra vida privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible recuperarla"

Artículo escrito por Ignacio Ramonet, doctor en Semiología e Historia de la Cultura por la École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS) de París y catedrático de Teoría de la Comunicación en la Universidad Denis-Diderot (París-VII), publicado en Le Monde Diplomatique, publicación de la que ha sido director.

La idea de un mundo situado bajo “vigilancia total” ha parecido durante mucho tiempo un delirio utópico o paranoico, fruto de la imaginación más o menos alucinada de los obsesos de la conspiración. Sin embargo, hay que reconocer la evidencia: vivimos, aquí y ahora, bajo la mirada de una especie de imperio de la vigilancia. Sin que lo sepamos, cada vez más nos observan, nos espían, nos vigilan, nos controlan, nos fichan. Cada día, nuevas tecnologías se refinan en el seguimiento de nuestro rastro. Empresas comerciales y agencias publicitarias registran nuestra vida. Pero, sobre todo, bajo el pretexto de luchar contra el terrorismo o contra otras plagas (pornografía infantil, blanqueo de dinero, narcotráfico), los Gobiernos  –incluidos los más democráticos– se erigen en Gran Hermano y ya no dudan en infringir sus propias leyes para espiarnos mejor. En secreto, los nuevos Estados orwellianos  buscan establecer ficheros exhaustivos de nuestros contactos y de nuestros datos personales tal y como figuran en diferentes soportes electrónicos.

Tras la ola de ataques terroristas que ha golpeado, desde hace algunos años, ciudades como Nueva York, París, Boston, Ottawa, Londres o Madrid, las autoridades no han dudado en utilizar el gran pavor de las sociedades conmocionadas para intensificar la vigilancia y para reducir más la protección de nuestra vida privada. 

Entendámonos: el problema no es la vigilancia en general, es la vigilancia masiva clandestina. Es evidente que, en un Estado democrático, las autoridades cuentan con toda la legitimidad, basándose en la ley y con la autorización previa de un juez, para poner bajo vigilancia a cualquier persona que consideren sospechosa. Como dice Edward Snowden: “No hay ningún problema si se trata de poner bajo escucha a  Osama Bin Laden. Siempre que los investigadores tengan que disponer del permiso de un juez –un juez independiente, un juez auténtico, no un juez secreto–, y puedan probar que existe una buena razón para emitir una orden, entonces pueden llevar a cabo ese trabajo. El problema se plantea cuando nos controlan a todos, en masa, todo el tiempo y sin ninguna justificación” (1).

Con ayuda de algoritmos cada vez más perfeccionados, miles de investigadores, de ingenieros, de matemáticos, de estadistas y de informáticos buscan y clasifican la información que generamos sobre nosotros mismos. Satélites y drones de mirada penetrante nos siguen desde el espacio. En las terminales de los aeropuertos, escáneres biométricos analizan nuestros andares, “leen” nuestro iris y nuestras huellas digitales. Cámaras de infrarrojos miden nuestra temperatura. Las pupilas silenciosas de las cámaras de vídeo nos escrutan en las aceras de las ciudades o en los pasillos de los hipermercados. También siguen nuestra pista en el trabajo, en las calles, en el autobús, en el banco, en el metro, en el estadio, en los aparcamientos, en los ascensores, en los centros comerciales, en las carreteras, en las estaciones, en los aeropuertos...

Cabe señalar que la inimaginable revolución digital que vivimos, que ya ha transformado tantas actividades y profesiones, también ha trastornado totalmente el ámbito de los servicios de información y de la vigilancia. En la época de Internet, la vigilancia ha pasado a ser algo omnipresente y perfectamente inmaterial, imperceptible, “indetectable”,  invisible. Además, se caracteriza técnicamente por una simplicidad pasmosa. Se acabaron los trabajos de albañilería para instalar cables y micrófonos, como en la célebre película La Conversación (2), donde podíamos ver cómo un grupo de “fontaneros” presentaba, en un Feria consagrada a las técnicas de vigilancia, ‘chivatos’ más o menos elaborados equipados con  cajas rebosantes de cables eléctricos que había que esconder en los muros o en el suelo...

Varios estrepitosos escándalos de esa época –el caso Watergate en Estados Unidos, el de los “fontaneros de Le Canard enchaîné” en Francia–, fracasos humillantes para las oficinas de los servicios de información, demostraron los límites de estos antiguos métodos mecánicos, fácilmente detectables y localizables.


Hoy en día, poner a alguien bajo escucha ha pasado a ser algo de una facilidad desconcertante. Al alcance del primero que llega. Una persona normal y corriente que quiera espiar a alguien de su entorno puede encontrar en venta libre en el comercio un amplio abanico de opciones: nada menos que media docena de programas informáticos para espiar (mSpy, GsmSpy, FlexiSpy, Spyera, EasySpy) que “leen” sin problemas los contenidos de los teléfonos móviles: mensajes de texto, correos electrónicos, cuentas en Facebook, Whatsapp, Twitter, etc. Con el auge del consumo en línea, la vigilancia de tipo comercial también se ha desarrollado enormemente, dando lugar a un gigantesco mercado de nuestros datos personales, que se han convertido en mercancías. Durante cada una de nuestras conexiones a una página web, las cookies guardan el conjunto de las búsquedas realizadas y permiten establecer nuestro perfil de consumidor. En menos de veinte milésimas de segundo, el editor de la página visitada vende a los posibles anunciantes la información que nos concierne revelada por las cookies. Apenas unas milésimas de segundo más tarde, la publicidad que se supone que causa más impacto en nosotros aparece en nuestra pantalla. Y así quedamos ya fichados definitivamente.

De alguna manera, la vigilancia se ha “privatizado” y “democratizado”. Ya no es un asunto reservado sólo a los servicios estatales de información. Pero, a la vez, la capacidad de los Estados en materia de espionaje masivo ha crecido de modo exponencial. Y esto también se debe a la estrecha complicidad entablada con las grandes empresas privadas que dominan las industrias de la informática y de las telecomunicaciones. Julian Assange lo afirma: “Las nuevas sociedades como Google, Apple, Amazon y, más recientemente, Facebook han tejido estrechos vínculos con el aparato de Estado en Washington, en particular con los responsables de Asuntos Exteriores” (3). Este Complejo de la seguridad y de lo digital –Estado + aparato militar de seguridad + industrias gigantes de la Web– constituye un auténtico imperio de la vigilancia cuyo objetivo, muy concreto y muy claro, es poner Internet, todo Internet y a todos los internautas bajo escucha. Para controlar la sociedad.

Para las generaciones de menos de cuarenta años, la Red es, simplemente, el ecosistema en el que han pulido su mente, su curiosidad, sus gustos y su personalidad. Desde su punto de vista, Internet no es sólo una herramienta autónoma que se utilizaría para tareas concretas. Es una inmensa esfera intelectual donde se aprende a explorar libremente todos los saberes. Y, de forma simultánea, un ágora sin límites, un foro donde las personas se reúnen, dialogan, intercambian y adquieren, a menudo de forma compartida, una cultura, conocimientos, valores.

Internet representa, a ojos de estas nuevas generaciones, lo que era para sus mayores, de forma simultánea, la escuela y la biblioteca, el arte y la enciclopedia, la polis y el templo, el mercado y la cooperativa, el estadio y el escenario, el viaje y los juegos, el circo y el burdel... Es tan fabuloso que “el individuo, en su placer por evolucionar en un universo tecnológico, no se preocupa por saber, y menos aún por comprender, que las máquinas gestionan su día a día. Que cada uno de sus actos y gestos es grabado, filtrado, analizado y, eventualmente, vigilado. Que, lejos de liberarlo de sus obstáculos físicos, la informática de la comunicación constituye sin duda la herramienta de vigilancia y de control más increíble que el ser humano haya podido crear jamás” (4).

Este intento de control total de Internet representa un peligro inédito para nuestras sociedades democráticas: “Permitir la vigilancia de Internet –afirma Glenn Greenwald, el periodista estadounidense que difundió las revelaciones de Edward Snowden– viene a ser lo mismo que someter a un control estatal exhaustivo prácticamente todas las formas de interacción humana, incluido el pensamiento propiamente dicho” (5).

Ésta es la gran diferencia con los sistemas de vigilancia que existían antes. Sabemos, desde Michel Foucault, que la vigilancia ocupa una posición central en la organización de las sociedades modernas. Éstas son “sociedades disciplinarias” donde el poder, por medio de técnicas y de estrategias complejas de vigilancia, busca ejercer el mayor control social posible (6).


Esta voluntad por parte del Estado de saberlo todo sobre los ciudadanos está legitimada políticamente por la promesa de una mayor eficacia en la administración burocrática de la sociedad. Así, el Estado afirma que será más competitivo y, por lo tanto, servirá mejor a los ciudadanos si los conoce mejor, de la forma más profunda posible. Sin embargo, al haber pasado a ser cada vez más invasiva, la intrusión del Estado ha terminado provocando, desde hace tiempo, un creciente rechazo entre los ciudadanos que aprecian el santuario de la vida privada. Desde 1835, Alexis de Tocqueville señalaba ya que las democracias modernas de masas producen ciudadanos privados cuya principal preocupación es la protección de sus derechos. Y que esto hace que sean particularmente quisquillosos y belicosos contra las pretensiones intrusivas y abusivas del Estado (7).

Esta tradición se prolonga en la actualidad en la persona de los “lanzadores de alertas”, como Julian Assange y Edward Snowden, ambos perseguidos ferozmente por Estados Unidos. Y, en defensa de ellos, el gran intelectual estadounidense Noam Chomsky afirma: “Para estos ‘lanzadores de alertas’, su lucha por una información libre y transparente es una lucha casi natural. ¿Tendrán éxito? Depende de la gente. Si Snowden, Assange y otros hacen lo que hacen, lo hacen en su calidad de ciudadanos. Están ayudando al público a descubrir lo que hacen sus propios Gobiernos. ¿Existe acaso una tarea más noble para un ciudadano libre? Y se los castiga severamente. Si Washington pudiera echarles el guante, sería peor aún. En Estados Unidos existe una ley de espionaje que data de la Primera Guerra Mundial; Obama la ha usado para evitar que la información difundida por Assange y Snowden llegue al público. El Gobierno va a intentarlo todo, incluso lo indecible, para protegerse de su ‘enemigo  principal’.  Y el ‘enemigo principal’ de cualquier Gobierno es su propia población” (8).

En la era de Internet, el control del Estado alcanza dimensiones alucinantes, ya que, de una manera o de otra, como ya se ha dicho, confiamos a Internet nuestros pensamientos más personales e íntimos, tanto profesionales como emocionales. Así, cuando el Estado, con ayuda de tecnologías súper poderosas, decide pasar a escanear nuestro uso de Internet, no sólo rebasa sus funciones, sino que, además, profana nuestra intimidad, deshuesa literalmente nuestro espíritu y saquea el refugio de nuestra vida privada.

Sin saberlo, a ojos de los nuevos “Estados de vigilancia”, nos convertimos en clones del héroe de la película El Show de Truman (9), expuestos en directo a la mirada de miles de cámaras y a la escucha de miles de micrófonos que exponen nuestra vida privada a la curiosidad planetaria de los servicios de información.

A este respecto, Vince Cerf, uno de los inventores de la Web, considera que “en la época de las tecnologías digitales modernas, la vida privada es una anomalía...”(10). Leonard Kleinroc, uno de los pioneros de Internet, es aún más pesimista: “Básicamente –considera–, nuestra vida privada se ha acabado y, por así decirlo, es imposible recuperarla” (11).


 Por una parte, muchos ciudadanos se resignan, como si de una especie de fatalidad de la época se tratara, al fin de nuestro derecho al anonimato. Por otra parte, esta preocupación de defender nuestra vida privada puede parecer reaccionaria o “sospechosa” porque sólo aquellos que tienen algo que esconder intentan esquivar el control público. Por lo tanto, las personas que consideran que no tienen nada que reprocharse ni nada que ocultar, no son hostiles a la vigilancia del Estado. Sobre todo si ésta, tal y como lo prometen y lo repiten las autoridades, está acompañada por una ganancia sustancial en materia de seguridad. Sin embargo, este discurso –“Dadme un poco de vuestra libertad, os la devuelvo centuplicada en garantía de seguridad.”– es una estafa. La seguridad total no existe, no puede existir. Es un engaño. Sin embargo, la “vigilancia total” se ha convertido en una realidad indiscutible.

Contra la estafa de la seguridad, cantinela constante de todos los poderes, recordemos la lúcida advertencia lanzada por Benjamin Franklin, uno de los autores de la Constitución estadounidense: “Un pueblo dispuesto a sacrificar un poco de libertad por un poco de seguridad no merece ni lo primero ni lo segundo. Y acaba perdiendo las dos”.

Una sentencia de perfecta actualidad y que debería animarnos a defender nuestro derecho a la vida privada, cuya principal función no es otra que proteger nuestra intimidad. Jean-Jacques Rousseau, filósofo de la Ilustración y primer pensador que “descubrió” la intimidad, nos dio el ejemplo. ¿No fue él también el primero en rebelarse contra la sociedad de su tiempo y contra su voluntad inquisidora de querer controlar la conciencia de los individuos?

“El fin de la vida privada sería una auténtica calamidad existencial”, ha subrayado igualmente la filósofa contemporánea Hanna Arendt en su libro La condición humana (12). Con una formidable clarividencia, en su obra señala los peligros para la democracia de una sociedad donde la distinción entre la vida privada y la vida pública estaría establecida de forma insuficiente, lo que, según Arendt, significaría el fin del hombre libre. Y arrastraría a nuestras sociedades, de manera implacable, hacia nuevas formas de totalitarismo.
(1) Katrina van den Heuvel et Stephen F. Cohen, ? “Edward Snowden: A ‘Nation’ Interview”,The Nation, Nueva York, 28 de octubre de 2014.
(2) La Conversación (The Conversation), 1973. Dirección: Francis F. Coppola. Intérpretes: Gene Hackman, John Cazale, Cindy Williams, Harrison Ford, Robert Duvall. Palma de Oro 1974 en el Festival de Cannes.
(3) Ignacio Ramonet, “Entrevista a Julian Assange: ‘Google nos espía e informa al Gobierno de Estados Unidos’”, Le Monde diplomatique en español, diciembre de 2014.
(4) Jean Guisnel en su prefacio al libro de Reg Whitaker, Tous fliqués. La vie privée sous surveillance, Denoël, París, 2001 (en español: El fin de la privacidad. Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad, Paidós, Barcelona, 1999).
(5) Glenn Greenwald, No place to hide. Edward Snowden, the NSA, and the US Surveillance State, Metropolitan Books, Nueva York, 2014.
(6) Michel Foucault, Vigilar y castigar, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
(7) Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Akal, Madrid, 2007.
(8) Ignacio Ramonet, “Entrevista con Noam Chomsky: Contra el imperio de la vigilancia”,Le Monde diplomatique en español, abril de 2015.
(9) El Show de Truman (The Truman Show) (1998). Dirección: Peter Weir. Intérpretes: Jim Carrey, Ed Harris.
(10) Marianne, París, 10 de abril de 2015.
(11) El País, Madrid, 13 de enero de 2015.

(12) Hanna Arendt, La condición humana,  Paidós, Barcelona, 2005.

Fuente fotografía: http://www.radiorebelde.cu/noticia/ignacio-ramonet-democracia-venezuela-es-ejemplo-para-mundo-20121007/