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EL ACONTECIMIENTO #15M

No me fio de la incomunicabilidad, es la fuente de toda violencia. Jean-Paul Sartre

dimecres, 24 de juny del 2015

El apoliticismo desde el margen


Artículo de Laura Vicente Villanueva, doctora en Historia por la Universidad de Zaragoza, máster en “Estudis de la Dona” por la Universidad de Barcelona y catedrática de Historia de enseñanza secundaria, publicado en la revista LaMarea


No parece el mejor momento para hablar de uno de los rasgos que mejor definen la idiosincrasia del anarquismo, el apoliticismo, dado el entusiasmo que despierta la participación política y las expectativas de cambio que tal participación genera en amplios sectores de población.

Henry D. Thoreau[1], un hombre que resulta inclasificable pero que tiene un claro talante libertario y solidario,  señalaba ya a mediados del siglo XIX que:
El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir.
Añadía, además, que lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia y que solo una minoría sirven al Estado con sus conciencias, con lo que acaban las más de las veces enfrentándose a él y casi siempre son tratados como enemigos. Para Thoreau, las votaciones son un jugar con lo justo y lo injusto, con cuestiones morales. Votar, por tanto, es expresar débilmente el deseo de justicia, que al quedar en manos de la mayoría se deja al azar del resultado.
Anarquistas posteriores redundaron en la línea marcada por Thoreau señalando, como Proudhon[2], que:
Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e instruido por hombres que no tienen el derecho, los conocimientos, ni la virtud necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, grabado, sellado, medido, evaluado, sopesado, apuntado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido. Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor palabra de protesta: reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado por el garrote, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido, traicionado y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado.¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moral!”
No está de más señalar que el anarquismo lo que rechaza  es la intervención en la política institucional ofrecida por el propio sistema con la intención de transformarlo, ya que como señaló Sartre: Quien respeta la legalidad no puede actuar contra el sistema, vive en él. Actuar  en la política para modificar el sistema a través de las acciones que, como señala Thoreau, surgen de los principios, de la percepción y la realización de lo justo, con la intención de cambiar las cosas y las relaciones de poder, también es participar en política y ahí siempre ha estado presente el anarquismo como ideología política que es.
La participación política que están impulsando en la actualidad diversos partidos o coaliciones electorales (como Podemos, Guayem, Barcelona/Zaragoza [y otras] en común, CUPs, etc) que dicen surgir de los movimientos sociales, especialmente del 15 M, y que aspiran a no abandonar, no es nada nuevo. El movimiento obrero se vio recorrido por esa disputa desde su origen y generó una discusión directa en la AIT (1864-1876) entre bakuninistas partidarios de la no participación en política y del rechazo a la formación de partidos obreros, y los marxistas que defendieron la posición contraria. La escisión y disolución de la AIT por esta disputa sobre la intervención política fracturó al movimiento obrero y lo encarriló mayoritariamente hacia la fundación de partidos para intervenir en los parlamentos y desarrollar una política reformista que favoreciera a las clases trabajadoras. Recordando la mencionada frase de Sartre, estos partidos se instalaron en el respeto a la legalidad y abandonaron los sueños de transformación del sistema iniciando los primeros pasos de la socialdemocracia. No podemos olvidar que aquellos partidos obreros que mantuvieron la idea de la revolución social y conquistaron el cielo, perdón el poder, acabaron construyendo  terribles distopías que crearon una sociedad totalitaria, cruel y represora, en la que el Estado creció hasta imponer la voluntad de una minoría sobre la inmensa mayoría de la sociedad (fue paradigmático el estalinismo soviético).
La socialdemocracia, viviendo en el sistema, ha evolucionado hacia posiciones de poder neoliberal, deteriorando su prestigio entre corruptelas y puertas giratorias. La política ha quedado reducida a una cuestión de gestión de expertos de las necesidades del capitalismo global que ha provocado, desde 2008, consecuencias devastadoras para las clases trabajadoras y clases medias.
Las organizaciones políticas que viven en el sistema, no suelen iniciar  movimientos de protesta, y así ocurrió con el movimiento 15M de 2011, sino que son éstos los que dan lugar al nacimiento de organizaciones (Podemos y las diversas coaliciones electorales que dicen proceder de dicho movimiento) que, a su vez, intentan domesticar las protestas y transformarlas en canales institucionales, tal como está sucediendo cuatro años después de iniciado este movimiento. Como señala James C. Scott[3], en la medida en que las protestas amenazan el sistema, las organizaciones formales son más un impedimento que un elemento facilitador ya que las instituciones estatales controlan férreamente el poder del Estado y del acceso institucionalizado a él. El 15M desafió en primer lugar esa idea práctica de la política: no nos representan; era un momento en el que se daban las mayores alteraciones y en el que dichos movimientos estaban menos organizados y eran menos jerárquicos, por tanto, eran más rebeldes en el desafío no institucionalizado frente al orden existente. No había líderes con los que negociar un acuerdo y el desafío en masa, precisamente porque amenazaba el orden institucional (recordemos el parlamento cercado por manifestantes tanto en Madrid como en Barcelona), hacía reclamar desde el poder que la ciudadanía lo que debía hacer era votar y no movilizarse y para ello eran necesario que surgieran organizaciones que intentaran canalizar este desafío e incorporarlo al flujo de la política normal, donde pudiera ser contenido. Lógicamente los partidos tradicionales no esperaban ser sustituidos por partidos de indignados, pero incluso su dudosa desaparición no es preocupante para el sistema que tiene una gran capacidad de asimilación como lo demostró con los partidos socialistas, comunistas, verdes, etc.
Y llegamos al nudo gordiano de la lucha política: ¿participamos para cambiar de manos el poder político y reformar aspectos secundarios del capitalismo neoliberal o luchamos para cambiar la vida? Si lo que deseamos es lo primero, los nuevos partidos son más eficaces, al venir de fuera del sistema, para transformar la rabia, la frustración y la indignación en un programa político que constituya la base sobre la que tomar decisiones políticas y legislar. Tienen una multitud rebelde que patrimonializar si la disciplinan y controlan. Estas organizaciones son enunciadas por J. C. Scott como instituciones traductoras, puesto que su capacidad de negociación está basada en traducir su control respecto a los movimientos de los que proceden. Es la rebeldía del 15M la que ha constituido la fuente de influencia de estos nuevos partidos, por ello podemos considerarlos como auténticos parásitos de la rebeldíaespontánea que tratan de transformar en votos y en poder dentro de las instituciones.
Olvidada la idea de una revolución total que lo podía cambiar todo, en todo el mundo, y que mantenía el enfrentamiento frontal contra el sistema, la revolución del siglo XXI quizás no está tanto en los fines como en los medios, de tal manera que la máxima del fin justifica los medios podría girar en los medios justifican el fin. Los medios tan vapuleados en aras de conseguir los fines, se pueden convertir en la clave de una transformación cuyas dimensiones no son fáciles de prever, ni deberían interesarnos en exceso, tras un siglo y medio en que los fines lo han acaparado todo con unos resultados más bien exiguos si tenemos en cuenta el actual dominio neoliberal.
Un medio irrenunciable para el anarquismo es la praxis de la libertad frente a la conformidad, pero también, como señala Byung-Chul Han[4], el rechazo a la violencia del consenso que reprime cualquier particularidad y que reina en la conexión a la red y en la comunicación digital. Lo más actual del anarquismo está en la importancia que da a las relaciones de poder, la hipersensibilidad frente a la autoridad, el rechazo frontal de todas las decisiones desde el ejercicio del poder, como elementos contradictorios con la libertad.  La libertad verdadera solo es posible mediante una completa liberación de la vida respecto del capital, nuestro futuro dependerá de que seamos capaces de servirnos de lo inservible más allá de la producción. El rechazo de una praxis consumista puede desarrollar una forma de vida que esté libre de la necesidad.
Crear, en definitiva, nuevos espacios en los que construir  el arte de la vida como praxis de la libertad y en los que caben cooperativas autogestionadas y redes de economía alternativa. Es necesario comenzar en otro  puerto de partida, en un espacio propio y libre  que marque distancias con el utilitarismo que se ha adueñado de la política, y logre articular, si es necesario, las objeciones a nuestra forma de vida redefiniendo lo que puede unir a las personas, abandonando el individualismo, el consumismo y la codicia que impregna toda la actuación humana.
La dificultad hoy no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres,  en los que prime la soledad y el silencio y encontremos algo que decir. Abrir  espacios virginales, como señala Byung-Chul Han, para que el pensamiento pueda iniciar un hablar totalmente distinto  que sea capaz de cuestionar los esquemas de dominación, las manifestaciones sexistas, las formas de explotación económica, o las relaciones jerárquicas. No es una novedad esta propuesta, el mencionado Henry D. Thoreau señalaba la vacuidad de las conversaciones cotidianas y cómo lo superficial lleva a lo superficial, permitiendo que las personas abarroten la mente con basuras y deja que, rumores e incidentes ociosos e insignificantes, se introduzcan en un terreno que debiera ser sagrado para el pensamiento. Clamando por la castidad de la mente como única forma de pensar y acceder al conocimiento. Y desde el silencio quizás es posible la revolución interior que, tan relevante fue  siempre para el anarquismo individualista, para hacer crecer comportamientos fraternales, solidarios y de apoyo mutuo con las personas más próximas. La incitación a volver a una concepción moral y natural de la sociedad, la libre opción y la libertad de juicio, son medios a destacar en la praxis libertaria.
Las formas de participación política anarquistas tienen que basarse en la capacidad de decidir por sí mismo, sin delegación, tanto individualmente como colectivamente. A diferencia de las acciones institucionalizadas, a través de la “acción directa” los actores sociales intentan alcanzar sus objetivos transgrediendo o vulnerando los canales institucionales del orden social para lograr sus demandas. No solo se refiere al carácter no mediado institucionalmente de la forma de lucha, sino también al carácter organizativo no delegado de dicha forma de acción.
James C. Scott[5],  propone practicar la infrapolítica con acciones diversas como, dar largas o inacción, furtivismo, ratería, disimulo, sabotaje, deserción, absentismo, ocupación y huida. Las clases subordinadas han carecido históricamente del lujo de la organización política manifiesta, lo que no les ha impedido trabajar en complicidad y de forma microscópica, cooperativa y multitudinaria en el cambio político desde abajo.
El anarquismo tiene un trasfondo, desde la libertad y la autonomía personal, que puede construir sin dogmas un modelo de vida que respeta las emociones, la autoestima, la responsabilidad de las decisiones propias, el estímulo de las capacidades y la inteligencia desde el realismo de lo posible. Estos medios pudieran convertirse en el fin, pensado desde otro punto de vista más acorde con el siglo XXI.

[1] Henry D. Thoreau (2013): Desobediencia civil y otros escritos. Alianza, Madrid, p. 83 y 85.
[2] J. Proudhon (1994): “La idea general de la revolución en el siglo XX”. En: Alonso, M. E., Elisalde, R. y Vázquez, E. Historia Argentina y del mundo contemporáneo. Buenos Aires, Aique, 1994.
[3] James C. Scott (2013): Elogio del anarquismo. Crítica, Barcelona, p. 17.
[4] Byung-Chul Han (2014): Psicopolítica. Herder, Barcelona, pp. 120-122.
[5] James C. Scott (2013): Elogio del anarquismo, p. 20.

dilluns, 22 de juny del 2015

Sin poesía no hay revolución

«Tratemos de entender esto. El jurado vio a los policías rodear a Rodney King. Le obligaron a echarse al suelo, boca abajo. Lo ataron de pies y manos. Lo golpearon. Lo pisotearon. Le dispararon cuatro veces con una pistola Taser que inyectó en cada disparo cincuenta mil voltios de electricidad en su sistema nervioso. Pero no fue suficiente. En ningún momento fue un uso excesivo de la fuerza. No para ese jurado. […] Y ahora tenemos la ciudad en llamas».

Artículo publicado en la revista Diagonal

Fotograma. Rodney King golpeado por la policía. 1992


Así exponía los acontecimientos ocurridos en Los Ángeles el año 1992 June Jordan, mujer, afroamericana, bisexual, activista de toda causa justa y casi dan ganas de decir que consecuentemente, poeta. Porque quién sino aquel que ha experimentado la injusticia y decide alzar su voz para señalarla, –«para indicar que la injusticia amenaza la justicia en cualquier parte, ya sea en Mississippi o en Vietnam», como decía Martin Luther King–; quién sino aquel que «detesta lo feo, criminal y cobarde» en todas sus formas, porque lo ha experimentado y, en consecuencia, ama la belleza también en todas sus formas; quién sino aquel que se empeña en «rechazar la propaganda que adoctrina acerca de lo bello y verdaderamente raro» para conocer sin mediación qué es lo bello y lo raro; quién sino aquel que se preocupa por desenredar la maraña de pensamiento y lenguaje trabada al deseo de poder y dominación; quién sino aquel que atiende con todos los sentidos, especialmente el de la escucha, rigurosamente orientados a detectar la falsedad e insuficiencia de las frases hechas donde se acomodan las ideas preconcebidas con que construimos el mundo; quién sino aquel que ha aprendido a amar inmerso en la violencia y aún así es capaz de decir su amor; quién si no, puede ser llamado poeta.
June Jordan nació en 1936 en Harlem en una familia proveniente de Jamaica. Su padre empleó todos los recursos a su alcance, incluido el de la crueldad, para empujarla por el camino del tesón y la lucha. Pues si bien estaba agradecido, como también lo estuvo Jordan, a esa tierra norteamericana «confundida y contradictoria» que los acogía y daba la oportunidad de salir de la pobreza, también sabía que el camino en pos de una vida, ya no digna, sino justa, sería aún, por no decir siempre, muy muy largo. La historia en ese sentido le ha dado la razón. Desde la muerte de Jordan en 2002 la situación de la mayoría de la comunidad afroamericana en Norteamérica sigue siendo precaria como bien podemos deducir de los acontecimientos de estos dos últimos años. Las estadísticas tampoco apuntan lo contrario: uno de cada seis hombres negros en edad adulta han desaparecido de la sociedad estadounidense por muerte prematura o encarcelamiento.
Eric Garner, Michael Brown, Tamir Rice, Akai Gurley, Trayvon Martin, Walter Scott, Freddie Gray, Ezell Ford, Akai Gurley, John Crawford, Tony Terrel Robinson, Anthony Hill y Eric Harris son los nombres que conocemos de los últimos hombres negros caídos en manos de la policía en situaciones de dudosa legitimidad. El último, Gregory Davis, hace escasamente dos semanas.
Ante ellos, ante estos y otros ejemplos de injusticia y abuso de poder, ¿de qué sirve la poesía? «¿Qué significa la belleza en este mundo?, ¿puede herir o ayudar a alguien?». Son preguntas que a través de las palabras de Th. Roethke se hacía Jordan en su juventud. O a través de aquel otro desesperado comentario que escuchó del también poeta afroamericano Ralph Ellison durante un cóctel en su juventud: «Toda la música, toda la poesía, todas las novelas y pinturas ¿impidieron que un solo nazi enviara a los hornos a un sólo ser humano?».
Fue un cuarto de siglo después de que se le entrecortara la respiración por haber comprendido que «no podía dar por supuesta la bondad intrínseca de cuanto esperaba hacer» a través de su pluma, que Jordan encontró su respuesta. «No sudamos ni sacamos lo mejor de nosotros a fin de salvar a los asesinos [de ser asesinos]; es para reconfortar y dar fuerza a las posibles víctimas de maldad por lo que soñamos despiertos y recreamos y revisamos y memorizamos cuanto podemos de nuestra inspirada, nuestra heredada, humanidad». Y lo cierto es que aunque en el arte no hay propiamente finalidad, ¿quién no ha encontrado alguna vez consuelo leyendo unos versos?
Durante más de cuarenta años Jordán se aferró, incluso sin haber concretado palabra a palabra la respuesta, a esta premisa. Su oyente o lector imaginario, aquel para quien todo escritor escribe, siempre fue esa potencial víctima de maldad, o esa víctima a secas: desamparada y desnuda. Jordán escribió para los frágiles, los desvalidos, los indefensos ya fuesen de Nicaragua, de Palestina o del Bronx porque para ella se trataba del mismo asunto. El mismo asunto era que Lisa Steinberg hubiese muerto en la calle a los seis años por carecer de hogar, que 650.000 palestinos hubiesen sido confinados a unos “hogares” en a los que el gobierno de Israel decidió cortar la electricidad; el mismo asunto que Allison Krause pusiese una flor en el rifle de un soldado dos minutos antes de recibir el disparo que le dio muerte, que la genocida conquista de mexicanos e indígenas; el mismo asunto el bombardeo de Bagdag que cualquier hombre o cualquier mujer en cualquier parte del mundo y en cualquier época, resultase víctima de la maldad, la violencia o el abuso de poder. Para Jordan, el asunto del que siempre se trataba era el asunto de la justicia.
Cual Dice, la Hora que vigilaba los actos de los hombres y se acercaba al trono de Zeus con lamentos cada vez que se la violaba, Jordan acudía a la palabra para señalar con razones y versos cada una de las situaciones de injusticia y falsedad que atestiguaba. Fueron muchas entonces, como lo siguen siendo hoy, pero en aquella época fue que se empezaban a abrir algunos canales en la reivindicación práctica de los derechos civiles «llevando a cabo la revolución moral más incuestionable y de más fuertes principios del siglo XX» en Estados Unidos a quien se estaba obligando a hacer honor a las democráticas promesas que una vez se hiciera durante la primera Revolución –calculen unos doscientos años antes–. En la punta de la espada –o de lalengua– Jordan abanderaba el movimiento antirracista, el feminista, el de resistencia no-violenta y el de desobediencia civil. Eran y son el mismo asunto. Y no cejó en su empeño de hacer audible lo inaudible: una conciencia de justicia abriéndose paso por las fisura del lenguaje.
«Furiosa, dolida, estupefacta y asqueada» ante la evidencia de que «el ruinoso legado de violencia no disminuye ni se desvanece a la luz del nuevo día» sino que una y otra vez «lo que con tanta dificultad hemos ganado debe ser contenido y reconquistado», porque «el poder no cambia de manos, el poder no es transferido desde los bolsillos de una élite calculadora al erario del bien común sino que hay una poderosa, intensa, resistencia al cambio».
Lo mismo que el poder no cambia de manos, tampoco la precariedad deja así como así su abonado terreno entre las minorías. Por más que a esas minorías se hayan unido forzosamente «mujeres, niños, hispano[s], nativo[s] y una creciente población de ancianos y personal temporal o permanentemente incapacitados» en una absoluta mayoría de seres humanos viviendo al límite de su condición. Terreno abonado de fealdad y odio y exceso y amargura y desesperación. Porque la pobreza significa exactamente eso: «no tener nada mejor que hacer que odiar a alguien que exactamente igual que tú mismo, no tiene nada mejor que hacer que fastidiar en lugar de tratar de averiguar por qué no tiene nada mejor que hacer».
«Existe la diferencia y existe el poder». Jordan lo sabía, y aunque tarde, aprendió que«quien ostenta el poder decid[e] el sentido de la diferencia». Tremenda injusticia. Entonces, si quien toma las decisiones que afectarán al resto, es ciego y sordo a ese resto, ¿qué puede hacerse? Si «la violencia del odio y la violencia de la pobreza y la violencia que hace de la conducta pacífica algo imposible es condenable», ¿qué arma queda? Queda el amor y el lenguaje de la poesía.
Decía Jordan que hay muchos lenguajes y se asombraba al ver cuan extendido estaba «el lenguaje de las pistolas» y «el lenguaje del dinero». Pero no menos asombro le producía reconocer que del mismo modo que se aprenden y se usan aquellos lenguajes,«podemos aprender a hablar, leer y escribir un lenguaje que preserve, extienda y profundice y no destroce el desarrollo de nuestra conciencia.»Claramente no se refería a un lenguaje que perteneciese en exclusividad a un grupo humano enmarcado en referencias propias o cerrado en su especificidad: ya fuese el lenguaje de los negros o el de los blancos o el de las mujeres por ser mujeres o el de los pobres por ser pobres; sino que se refería a aquel con que pudiésemos entendernos los unos a los otros. Para Jordan ese lenguaje era el lenguaje universal del amor y la generosidad. Un lenguaje que se hace efectivo en el decir de la poesía.
Poder decir era sin duda el arma –o el instrumento, según se prefiera– que siempre tuvo a su alcance. No en vano contribuyó Jordan con toda su carrera a constatar cuánto de poder hay en el lenguaje. Lo usaba para señalar las heridas y meterlo como un proyectil en las yagas que causan dolor. Tenía puntería. Allí donde ponía sus «ojos incansablemente abiertos» y guiada únicamente por «la política de decir la verdad», daba toda vez en el blanco. Un blanco blanco, occidental, imperialista, poderoso y hombre acomodado aunque, si hacía falta, podía apuntar también al negro, al sur, a las faldas o al bolsillo roto. Pero no hizo falta.
La diana a la cual apuntaba Jordan era entonces su inmediato presente donde imbricaba cuestiones teóricas, estéticas y políticas junto a experiencias personales y escenas cotidianas. Hoy, esa diana sigue expandiéndose desde su origen en otros círculos concéntricos que cimbrean repercutiendo también en nuestro presente. Es el dibujo que forma un guijarro al impactar sobre la superficie quieta del agua. Dibujo que nos llega hoy a través de los únicos textos de la autora que han sido traducidos al castellano –editados por La Oficina– enDificultades Técnicas.
Este libro, como ella misma diría de aquellos otros que debían leer sus estudiantes, «tutela nuestras almas inclinándolas hacia la bondad y hacia un irreductible anhelo de justicia» y también «nos emplaza a todos y cada uno de nosotros a salir de nuestra cínica inercia». Y aunque no impedirá a los asesinos dejar de serlo, sus palabras son, al menos para el resto, un aliciente y un consuelo.
Disfrútenlo. 

dijous, 11 de juny del 2015

El lenguaje: arma de destrucción masiva

Los progresistas deben encontrar un lenguaje propio para comunicar y para reconfigurar radicalmente los términos en que se discuten los asuntos públicos.
Los marcos de referencia son estructuras mentales que conforman nuestra forma de ver el mundo, nuestras metas y planes. Forman parte del inconsciente cognitivo. No podemos acceder a ellos conscientemente, pero sí por sus consecuencias y a través del lenguaje. Nuevos marcos, que suponen cambiar lo que se entiende por sentido común, y que provocan cambio social, requieren un nuevo lenguaje.
George Lakoff
Imprescindible la lectura de su libro "No pienses en un elefante"

La guerra en curso -eso que llaman crisis- tiene varios frentes abiertos. Y uno de ellos, de los más cruciales aunque parezca el menos cruento, en comparación con los recortes sociales o los retrocesos democráticos, es el frente del lenguaje. Como todas las guerras, ésta también nos la están contando, y ganar la batalla del relato es un primer paso para lograr la victoria total. De ahí el esfuerzo del Estado Mayor de la crisis -el sector financiero, sus medios de comunicación, y sus bien mandados políticos- por usar armamento de última generación en el frente discursivo: metáforas de destrucción masiva, narrativas de grueso calibre, frases hechas con alto poder aniquilador, titulares de prensa capaces de cegar y ensordecer, mentiras tierra-aire, y la fuerza incontenible del lenguaje economicista, ante el que no hay refugio seguro.
Aunque la guerra la vamos perdiendo -pero no canten victoria tan pronto- es en el frente lingüístico donde más difícil se lo estamos poniendo, mediante la guerra de guerrillas que se multiplica en todos los medios: en los escasos resquicios que dejan los medios convencionales y, sobre todo, en las nuevas formas de comunicación masiva que posibilita Internet. A los ataques de quienes tratan de imponer un relato de la crisis, una versión oficial, un discurso desmovilizador y un lenguaje trampa, se oponen aquellos que difunden relatos que cuentan la verdadera naturaleza depredadora de esa crisis, una versión alternativa, un discurso de agitación y un lenguaje de resistencia.

ISAAC ROSA