dissabte, 15 d’agost del 2015

¿Eres de raza caucásica? ¿Sí? Vaya... Cómo lo sentimos: no existe

Artículo del demógrafo Julio Pérez Díaz publicado en su blog APUNTES DE DEMOGRAFÍA


Para que existan políticas de población racistas hace falta que el Estado identifique razas de manera oficial, tipos diferentes y distinguibles de personas cuyas características físicas y mentales comunes están principalmente determinadas por la herencia. Esta identificación y clasificación la proporcionan los científicos.Durante siglos a esos científicos les bastó con postular una creación divina separada, el poligenismo que tantos antropólogos físicos sostuvieron  hasta que las teorías evolucionistas acabaron por imponerse.
El darwinismo cambió la política racista para justificarla por los distintos “niveles” evolutivos alcanzados por cada raza. La medición de los volúmenes craneales, los ángulos faciales, el peso de los cerebros o la proporción entre su parte frontal y occipital…, la variedad de justificaciones para diferenciar distintas razas llegó a ser  en sí misma un campo de la antropología.
Había que justificar muchas cosas, incluyendo todo el colonialismo europeo, muy acelerado en el siglo XIX, o la persistencia del esclavismo, especialmente el que desplazó al continente americano a tantos millones de africanos, a medida que la mano de obra indígena se extinguía o resultaba insuficiente para la continua expansión económica, visible en las grandes haciendas y en el volumen del comercio mundial.
En medio de ese proceso, por supuesto, Europa fue identificada una y otra vez como el origen de la raza superior, con más cráneo, más cerebro, más inteligencia, creatividad, sensibilidad y facultades morales y estéticas, y todo ello por herencia. Pero la denominación ordinaria de esta supuesta raza superior, desde “blanca” a simplemente “europea”, carecía de la pátina científica necesaria y los antropólogos y naturalistas empezaron a proponer denominaciones más técnicas.
Una de las más extendidas, incluso en la actualidad, es la de “raza caucásica”. Se la debemos a Johann Friedrich Blumenbach, médico alemán y uno de los fundadores de la antropología física, disciplina que basó en la anatomía comparada, especialmente la craneal.
Acuñó el término en 1775, cuando todavía no se había publicado la obra de Darwin y los naturalistas aún debatían la creación única o separada de las distintas razas. Blumenbach etiquetó como “caucásica” a la raza europea en su obra De generis humani varietate nativa (“Sobre las diferencias naturales en el linaje humano”), sin contar todavía con los argumentos evolutivos darwinianos, y sin apelar siquiera a la supuesta mayor capacidad craneal (que sus propios estudios desmentían). El criterio científico en el que basó su clasificación racial fue estético, la superior belleza de la raza europea, tal como declara abiertamente en su libro:
“He tomado el nombre de esta variedad del monte Cáucaso, tanto por su entorno, y especialmente por su vertiente sur, que produce la raza más hermosa de los hombres, me refiero a la de Georgia, y porque todos convergen por razones fisiológicas en que esa región, más que en cualquier otro lugar, puede considerarse como el lugar de mayor probabilidad como lugar de nacimiento de la humanidad.”
Blumenbach era creacionista, una idea del mundo que implicaba que el paso del tiempo había degradado y corroído la perfección de la creación divina inicial.  Y era monogenista; no creía en una creación de cada raza por separado (poligenia), sino en único origen común, perfecto, a partir del cual se habían extendido y “desviado” las otras razas. La desviación tenía dos direcciones divergentes: mongoloides, y americanos, un primer nivel todavía próximo al caucásico, y malayos y etíopes (o negroides) en ambos extremos de lejanía (y, claro está, de fealdad).


Pero él no conocía el Cáucaso, no había estado en la región jamás. En esto se fiaba de los viajeros y sus crónicas. Le convenía creer en el tópico porque, además, encajaba con otra de sus creencias, con la que todo cobraba sentido definitivamente.
Y es que, estimados colegas, blogeros, demógrafos, estudiosos o simplemente interesados por las poblaciones en general, debéis saber que ¡fué en el Cáucaso donde se posó el arca de Noé tras el diluvio universal! Ocurrió en el monte Ararat (ancestral montaña sagrada de los armenios, hoy territorio de Turquía, cerca de la frontera con Georgia), tal como ya había escrito Marco Polo y se repitió en diversos textos hasta el de Sir John Cardin, Travels in Persia, publicado en 1711 y que probablemente es la fuente de Blumenbach.
Así que todo encaja: Dios sólo creó una vez al ser humano; a partir de esa creación de una única raza inicial y perfecta, degeneraron las demás; la raza inicial es la caucásica porque es allí donde empezó a expandirse nuevamente tras la quasi-extinción a la que fue condenada por sus pecados y de la que se salvaron Noé y su familia, y cualquiera notará que esa es la raza originaria, por su superior hermosura frente a los mongoloides o los negroides. Ciencia pura, vamos.
La anécdota sería incluso graciosa, pero la sonrisa desaparece de golpe sólo con recordar las función política que estas basuras “científicas” han tenido en la historia posterior, cuando poderosos Estados las han utilizado para dar coartada académica y científica a sus políticas migratorias, laborales, nacionales, internacionales, de discriminación, de orden público, eugenésicas o, directamente, genocidas. Y todavía sigue habiendo quien cree que es de raza caucásica.

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