«Tratemos de entender esto. El jurado vio a los policías rodear a Rodney King. Le obligaron a echarse al suelo, boca abajo. Lo ataron de pies y manos. Lo golpearon. Lo pisotearon. Le dispararon cuatro veces con una pistola Taser que inyectó en cada disparo cincuenta mil voltios de electricidad en su sistema nervioso. Pero no fue suficiente. En ningún momento fue un uso excesivo de la fuerza. No para ese jurado. […] Y ahora tenemos la ciudad en llamas».
Artículo publicado en la revista Diagonal
Fotograma. Rodney King golpeado por la policía. 1992 |
Así exponía los acontecimientos ocurridos en Los Ángeles el año 1992 June Jordan, mujer, afroamericana, bisexual, activista de toda causa justa y casi dan ganas de decir que consecuentemente, poeta. Porque quién sino aquel que ha experimentado la injusticia y decide alzar su voz para señalarla, –«para indicar que la injusticia amenaza la justicia en cualquier parte, ya sea en Mississippi o en Vietnam», como decía Martin Luther King–; quién sino aquel que «detesta lo feo, criminal y cobarde» en todas sus formas, porque lo ha experimentado y, en consecuencia, ama la belleza también en todas sus formas; quién sino aquel que se empeña en «rechazar la propaganda que adoctrina acerca de lo bello y verdaderamente raro» para conocer sin mediación qué es lo bello y lo raro; quién sino aquel que se preocupa por desenredar la maraña de pensamiento y lenguaje trabada al deseo de poder y dominación; quién sino aquel que atiende con todos los sentidos, especialmente el de la escucha, rigurosamente orientados a detectar la falsedad e insuficiencia de las frases hechas donde se acomodan las ideas preconcebidas con que construimos el mundo; quién sino aquel que ha aprendido a amar inmerso en la violencia y aún así es capaz de decir su amor; quién si no, puede ser llamado poeta.
June Jordan nació en 1936 en Harlem en una familia proveniente de Jamaica. Su padre empleó todos los recursos a su alcance, incluido el de la crueldad, para empujarla por el camino del tesón y la lucha. Pues si bien estaba agradecido, como también lo estuvo Jordan, a esa tierra norteamericana «confundida y contradictoria» que los acogía y daba la oportunidad de salir de la pobreza, también sabía que el camino en pos de una vida, ya no digna, sino justa, sería aún, por no decir siempre, muy muy largo. La historia en ese sentido le ha dado la razón. Desde la muerte de Jordan en 2002 la situación de la mayoría de la comunidad afroamericana en Norteamérica sigue siendo precaria como bien podemos deducir de los acontecimientos de estos dos últimos años. Las estadísticas tampoco apuntan lo contrario: uno de cada seis hombres negros en edad adulta han desaparecido de la sociedad estadounidense por muerte prematura o encarcelamiento.
Eric Garner, Michael Brown, Tamir Rice, Akai Gurley, Trayvon Martin, Walter Scott, Freddie Gray, Ezell Ford, Akai Gurley, John Crawford, Tony Terrel Robinson, Anthony Hill y Eric Harris son los nombres que conocemos de los últimos hombres negros caídos en manos de la policía en situaciones de dudosa legitimidad. El último, Gregory Davis, hace escasamente dos semanas.
Ante ellos, ante estos y otros ejemplos de injusticia y abuso de poder, ¿de qué sirve la poesía? «¿Qué significa la belleza en este mundo?, ¿puede herir o ayudar a alguien?». Son preguntas que a través de las palabras de Th. Roethke se hacía Jordan en su juventud. O a través de aquel otro desesperado comentario que escuchó del también poeta afroamericano Ralph Ellison durante un cóctel en su juventud: «Toda la música, toda la poesía, todas las novelas y pinturas ¿impidieron que un solo nazi enviara a los hornos a un sólo ser humano?».
Fue un cuarto de siglo después de que se le entrecortara la respiración por haber comprendido que «no podía dar por supuesta la bondad intrínseca de cuanto esperaba hacer» a través de su pluma, que Jordan encontró su respuesta. «No sudamos ni sacamos lo mejor de nosotros a fin de salvar a los asesinos [de ser asesinos]; es para reconfortar y dar fuerza a las posibles víctimas de maldad por lo que soñamos despiertos y recreamos y revisamos y memorizamos cuanto podemos de nuestra inspirada, nuestra heredada, humanidad». Y lo cierto es que aunque en el arte no hay propiamente finalidad, ¿quién no ha encontrado alguna vez consuelo leyendo unos versos?
Durante más de cuarenta años Jordán se aferró, incluso sin haber concretado palabra a palabra la respuesta, a esta premisa. Su oyente o lector imaginario, aquel para quien todo escritor escribe, siempre fue esa potencial víctima de maldad, o esa víctima a secas: desamparada y desnuda. Jordán escribió para los frágiles, los desvalidos, los indefensos ya fuesen de Nicaragua, de Palestina o del Bronx porque para ella se trataba del mismo asunto. El mismo asunto era que Lisa Steinberg hubiese muerto en la calle a los seis años por carecer de hogar, que 650.000 palestinos hubiesen sido confinados a unos “hogares” en a los que el gobierno de Israel decidió cortar la electricidad; el mismo asunto que Allison Krause pusiese una flor en el rifle de un soldado dos minutos antes de recibir el disparo que le dio muerte, que la genocida conquista de mexicanos e indígenas; el mismo asunto el bombardeo de Bagdag que cualquier hombre o cualquier mujer en cualquier parte del mundo y en cualquier época, resultase víctima de la maldad, la violencia o el abuso de poder. Para Jordan, el asunto del que siempre se trataba era el asunto de la justicia.
Cual Dice, la Hora que vigilaba los actos de los hombres y se acercaba al trono de Zeus con lamentos cada vez que se la violaba, Jordan acudía a la palabra para señalar con razones y versos cada una de las situaciones de injusticia y falsedad que atestiguaba. Fueron muchas entonces, como lo siguen siendo hoy, pero en aquella época fue que se empezaban a abrir algunos canales en la reivindicación práctica de los derechos civiles «llevando a cabo la revolución moral más incuestionable y de más fuertes principios del siglo XX» en Estados Unidos a quien se estaba obligando a hacer honor a las democráticas promesas que una vez se hiciera durante la primera Revolución –calculen unos doscientos años antes–. En la punta de la espada –o de lalengua– Jordan abanderaba el movimiento antirracista, el feminista, el de resistencia no-violenta y el de desobediencia civil. Eran y son el mismo asunto. Y no cejó en su empeño de hacer audible lo inaudible: una conciencia de justicia abriéndose paso por las fisura del lenguaje.
«Furiosa, dolida, estupefacta y asqueada» ante la evidencia de que «el ruinoso legado de violencia no disminuye ni se desvanece a la luz del nuevo día» sino que una y otra vez «lo que con tanta dificultad hemos ganado debe ser contenido y reconquistado», porque «el poder no cambia de manos, el poder no es transferido desde los bolsillos de una élite calculadora al erario del bien común sino que hay una poderosa, intensa, resistencia al cambio».
Lo mismo que el poder no cambia de manos, tampoco la precariedad deja así como así su abonado terreno entre las minorías. Por más que a esas minorías se hayan unido forzosamente «mujeres, niños, hispano[s], nativo[s] y una creciente población de ancianos y personal temporal o permanentemente incapacitados» en una absoluta mayoría de seres humanos viviendo al límite de su condición. Terreno abonado de fealdad y odio y exceso y amargura y desesperación. Porque la pobreza significa exactamente eso: «no tener nada mejor que hacer que odiar a alguien que exactamente igual que tú mismo, no tiene nada mejor que hacer que fastidiar en lugar de tratar de averiguar por qué no tiene nada mejor que hacer».
«Existe la diferencia y existe el poder». Jordan lo sabía, y aunque tarde, aprendió que«quien ostenta el poder decid[e] el sentido de la diferencia». Tremenda injusticia. Entonces, si quien toma las decisiones que afectarán al resto, es ciego y sordo a ese resto, ¿qué puede hacerse? Si «la violencia del odio y la violencia de la pobreza y la violencia que hace de la conducta pacífica algo imposible es condenable», ¿qué arma queda? Queda el amor y el lenguaje de la poesía.
Decía Jordan que hay muchos lenguajes y se asombraba al ver cuan extendido estaba «el lenguaje de las pistolas» y «el lenguaje del dinero». Pero no menos asombro le producía reconocer que del mismo modo que se aprenden y se usan aquellos lenguajes,«podemos aprender a hablar, leer y escribir un lenguaje que preserve, extienda y profundice y no destroce el desarrollo de nuestra conciencia.»Claramente no se refería a un lenguaje que perteneciese en exclusividad a un grupo humano enmarcado en referencias propias o cerrado en su especificidad: ya fuese el lenguaje de los negros o el de los blancos o el de las mujeres por ser mujeres o el de los pobres por ser pobres; sino que se refería a aquel con que pudiésemos entendernos los unos a los otros. Para Jordan ese lenguaje era el lenguaje universal del amor y la generosidad. Un lenguaje que se hace efectivo en el decir de la poesía.
Poder decir era sin duda el arma –o el instrumento, según se prefiera– que siempre tuvo a su alcance. No en vano contribuyó Jordan con toda su carrera a constatar cuánto de poder hay en el lenguaje. Lo usaba para señalar las heridas y meterlo como un proyectil en las yagas que causan dolor. Tenía puntería. Allí donde ponía sus «ojos incansablemente abiertos» y guiada únicamente por «la política de decir la verdad», daba toda vez en el blanco. Un blanco blanco, occidental, imperialista, poderoso y hombre acomodado aunque, si hacía falta, podía apuntar también al negro, al sur, a las faldas o al bolsillo roto. Pero no hizo falta.
La diana a la cual apuntaba Jordan era entonces su inmediato presente donde imbricaba cuestiones teóricas, estéticas y políticas junto a experiencias personales y escenas cotidianas. Hoy, esa diana sigue expandiéndose desde su origen en otros círculos concéntricos que cimbrean repercutiendo también en nuestro presente. Es el dibujo que forma un guijarro al impactar sobre la superficie quieta del agua. Dibujo que nos llega hoy a través de los únicos textos de la autora que han sido traducidos al castellano –editados por La Oficina– enDificultades Técnicas.
Este libro, como ella misma diría de aquellos otros que debían leer sus estudiantes, «tutela nuestras almas inclinándolas hacia la bondad y hacia un irreductible anhelo de justicia» y también «nos emplaza a todos y cada uno de nosotros a salir de nuestra cínica inercia». Y aunque no impedirá a los asesinos dejar de serlo, sus palabras son, al menos para el resto, un aliciente y un consuelo.
Disfrútenlo.
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