Artículo de Laura Vicente Villanueva, doctora en Historia por la Universidad de Zaragoza, máster en “Estudis de la Dona” por la Universidad de Barcelona y catedrática de Historia de enseñanza secundaria, publicado en la revista LaMarea
No parece el mejor momento para hablar de uno de los rasgos que mejor definen la idiosincrasia del anarquismo, el apoliticismo, dado el entusiasmo que despierta la participación política y las expectativas de cambio que tal participación genera en amplios sectores de población.
Henry D. Thoreau[1], un hombre que resulta inclasificable pero que tiene un claro talante libertario y solidario, señalaba ya a mediados del siglo XIX que:
El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir.
Añadía, además, que lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia y que solo una minoría sirven al Estado con sus conciencias, con lo que acaban las más de las veces enfrentándose a él y casi siempre son tratados como enemigos. Para Thoreau, las votaciones son un jugar con lo justo y lo injusto, con cuestiones morales. Votar, por tanto, es expresar débilmente el deseo de justicia, que al quedar en manos de la mayoría se deja al azar del resultado.
Anarquistas posteriores redundaron en la línea marcada por Thoreau señalando, como Proudhon[2], que:
Ser gobernado significa ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, legislado, regulado, inscrito, adoctrinado, sermoneado, controlado, medido, sopesado, censurado e instruido por hombres que no tienen el derecho, los conocimientos, ni la virtud necesarios para ello. Ser gobernado significa, con motivo de cada operación, transacción o movimiento, ser anotado, registrado, controlado, grabado, sellado, medido, evaluado, sopesado, apuntado, patentado, autorizado, licenciado, aprobado, aumentado, obstaculizado, reformado, reprendido y detenido. Es, con el pretexto del interés general, ser abrumado, disciplinado, puesto en rescate, explotado, monopolizado, extorsionado, oprimido, falseado y desvalijado, para ser luego, al menor movimiento de resistencia, a la menor palabra de protesta: reprimido, multado, objeto de abusos, hostigado, seguido, intimidado a voces, golpeado, desarmado, estrangulado por el garrote, encarcelado, fusilado, juzgado, condenado, deportado, flagelado, vendido, traicionado y por último, sometido a escarnio, ridiculizado, insultado y deshonrado.¡Eso es el gobierno, esa es su justicia, esa es su moral!”
No está de más señalar que el anarquismo lo que rechaza es la intervención en la política institucional ofrecida por el propio sistema con la intención de transformarlo, ya que como señaló Sartre: Quien respeta la legalidad no puede actuar contra el sistema, vive en él. Actuar en la política para modificar el sistema a través de las acciones que, como señala Thoreau, surgen de los principios, de la percepción y la realización de lo justo, con la intención de cambiar las cosas y las relaciones de poder, también es participar en política y ahí siempre ha estado presente el anarquismo como ideología política que es.
La participación política que están impulsando en la actualidad diversos partidos o coaliciones electorales (como Podemos, Guayem, Barcelona/Zaragoza [y otras] en común, CUPs, etc) que dicen surgir de los movimientos sociales, especialmente del 15 M, y que aspiran a no abandonar, no es nada nuevo. El movimiento obrero se vio recorrido por esa disputa desde su origen y generó una discusión directa en la AIT (1864-1876) entre bakuninistas partidarios de la no participación en política y del rechazo a la formación de partidos obreros, y los marxistas que defendieron la posición contraria. La escisión y disolución de la AIT por esta disputa sobre la intervención política fracturó al movimiento obrero y lo encarriló mayoritariamente hacia la fundación de partidos para intervenir en los parlamentos y desarrollar una política reformista que favoreciera a las clases trabajadoras. Recordando la mencionada frase de Sartre, estos partidos se instalaron en el respeto a la legalidad y abandonaron los sueños de transformación del sistema iniciando los primeros pasos de la socialdemocracia. No podemos olvidar que aquellos partidos obreros que mantuvieron la idea de la revolución social y conquistaron el cielo, perdón el poder, acabaron construyendo terribles distopías que crearon una sociedad totalitaria, cruel y represora, en la que el Estado creció hasta imponer la voluntad de una minoría sobre la inmensa mayoría de la sociedad (fue paradigmático el estalinismo soviético).
La socialdemocracia, viviendo en el sistema, ha evolucionado hacia posiciones de poder neoliberal, deteriorando su prestigio entre corruptelas y puertas giratorias. La política ha quedado reducida a una cuestión de gestión de expertos de las necesidades del capitalismo global que ha provocado, desde 2008, consecuencias devastadoras para las clases trabajadoras y clases medias.
Las organizaciones políticas que viven en el sistema, no suelen iniciar movimientos de protesta, y así ocurrió con el movimiento 15M de 2011, sino que son éstos los que dan lugar al nacimiento de organizaciones (Podemos y las diversas coaliciones electorales que dicen proceder de dicho movimiento) que, a su vez, intentan domesticar las protestas y transformarlas en canales institucionales, tal como está sucediendo cuatro años después de iniciado este movimiento. Como señala James C. Scott[3], en la medida en que las protestas amenazan el sistema, las organizaciones formales son más un impedimento que un elemento facilitador ya que las instituciones estatales controlan férreamente el poder del Estado y del acceso institucionalizado a él. El 15M desafió en primer lugar esa idea práctica de la política: no nos representan; era un momento en el que se daban las mayores alteraciones y en el que dichos movimientos estaban menos organizados y eran menos jerárquicos, por tanto, eran más rebeldes en el desafío no institucionalizado frente al orden existente. No había líderes con los que negociar un acuerdo y el desafío en masa, precisamente porque amenazaba el orden institucional (recordemos el parlamento cercado por manifestantes tanto en Madrid como en Barcelona), hacía reclamar desde el poder que la ciudadanía lo que debía hacer era votar y no movilizarse y para ello eran necesario que surgieran organizaciones que intentaran canalizar este desafío e incorporarlo al flujo de la política normal, donde pudiera ser contenido. Lógicamente los partidos tradicionales no esperaban ser sustituidos por partidos de indignados, pero incluso su dudosa desaparición no es preocupante para el sistema que tiene una gran capacidad de asimilación como lo demostró con los partidos socialistas, comunistas, verdes, etc.
Y llegamos al nudo gordiano de la lucha política: ¿participamos para cambiar de manos el poder político y reformar aspectos secundarios del capitalismo neoliberal o luchamos para cambiar la vida? Si lo que deseamos es lo primero, los nuevos partidos son más eficaces, al venir de fuera del sistema, para transformar la rabia, la frustración y la indignación en un programa político que constituya la base sobre la que tomar decisiones políticas y legislar. Tienen una multitud rebelde que patrimonializar si la disciplinan y controlan. Estas organizaciones son enunciadas por J. C. Scott como instituciones traductoras, puesto que su capacidad de negociación está basada en traducir su control respecto a los movimientos de los que proceden. Es la rebeldía del 15M la que ha constituido la fuente de influencia de estos nuevos partidos, por ello podemos considerarlos como auténticos parásitos de la rebeldíaespontánea que tratan de transformar en votos y en poder dentro de las instituciones.
Olvidada la idea de una revolución total que lo podía cambiar todo, en todo el mundo, y que mantenía el enfrentamiento frontal contra el sistema, la revolución del siglo XXI quizás no está tanto en los fines como en los medios, de tal manera que la máxima del fin justifica los medios podría girar en los medios justifican el fin. Los medios tan vapuleados en aras de conseguir los fines, se pueden convertir en la clave de una transformación cuyas dimensiones no son fáciles de prever, ni deberían interesarnos en exceso, tras un siglo y medio en que los fines lo han acaparado todo con unos resultados más bien exiguos si tenemos en cuenta el actual dominio neoliberal.
Un medio irrenunciable para el anarquismo es la praxis de la libertad frente a la conformidad, pero también, como señala Byung-Chul Han[4], el rechazo a la violencia del consenso que reprime cualquier particularidad y que reina en la conexión a la red y en la comunicación digital. Lo más actual del anarquismo está en la importancia que da a las relaciones de poder, la hipersensibilidad frente a la autoridad, el rechazo frontal de todas las decisiones desde el ejercicio del poder, como elementos contradictorios con la libertad. La libertad verdadera solo es posible mediante una completa liberación de la vida respecto del capital, nuestro futuro dependerá de que seamos capaces de servirnos de lo inservible más allá de la producción. El rechazo de una praxis consumista puede desarrollar una forma de vida que esté libre de la necesidad.
Crear, en definitiva, nuevos espacios en los que construir el arte de la vida como praxis de la libertad y en los que caben cooperativas autogestionadas y redes de economía alternativa. Es necesario comenzar en otro puerto de partida, en un espacio propio y libre que marque distancias con el utilitarismo que se ha adueñado de la política, y logre articular, si es necesario, las objeciones a nuestra forma de vida redefiniendo lo que puede unir a las personas, abandonando el individualismo, el consumismo y la codicia que impregna toda la actuación humana.
La dificultad hoy no estriba en expresar libremente nuestra opinión, sino en generar espacios libres, en los que prime la soledad y el silencio y encontremos algo que decir. Abrir espacios virginales, como señala Byung-Chul Han, para que el pensamiento pueda iniciar un hablar totalmente distinto que sea capaz de cuestionar los esquemas de dominación, las manifestaciones sexistas, las formas de explotación económica, o las relaciones jerárquicas. No es una novedad esta propuesta, el mencionado Henry D. Thoreau señalaba la vacuidad de las conversaciones cotidianas y cómo lo superficial lleva a lo superficial, permitiendo que las personas abarroten la mente con basuras y deja que, rumores e incidentes ociosos e insignificantes, se introduzcan en un terreno que debiera ser sagrado para el pensamiento. Clamando por la castidad de la mente como única forma de pensar y acceder al conocimiento. Y desde el silencio quizás es posible la revolución interior que, tan relevante fue siempre para el anarquismo individualista, para hacer crecer comportamientos fraternales, solidarios y de apoyo mutuo con las personas más próximas. La incitación a volver a una concepción moral y natural de la sociedad, la libre opción y la libertad de juicio, son medios a destacar en la praxis libertaria.
Las formas de participación política anarquistas tienen que basarse en la capacidad de decidir por sí mismo, sin delegación, tanto individualmente como colectivamente. A diferencia de las acciones institucionalizadas, a través de la “acción directa” los actores sociales intentan alcanzar sus objetivos transgrediendo o vulnerando los canales institucionales del orden social para lograr sus demandas. No solo se refiere al carácter no mediado institucionalmente de la forma de lucha, sino también al carácter organizativo no delegado de dicha forma de acción.
James C. Scott[5], propone practicar la infrapolítica con acciones diversas como, dar largas o inacción, furtivismo, ratería, disimulo, sabotaje, deserción, absentismo, ocupación y huida. Las clases subordinadas han carecido históricamente del lujo de la organización política manifiesta, lo que no les ha impedido trabajar en complicidad y de forma microscópica, cooperativa y multitudinaria en el cambio político desde abajo.
El anarquismo tiene un trasfondo, desde la libertad y la autonomía personal, que puede construir sin dogmas un modelo de vida que respeta las emociones, la autoestima, la responsabilidad de las decisiones propias, el estímulo de las capacidades y la inteligencia desde el realismo de lo posible. Estos medios pudieran convertirse en el fin, pensado desde otro punto de vista más acorde con el siglo XXI.
[1] Henry D. Thoreau (2013): Desobediencia civil y otros escritos. Alianza, Madrid, p. 83 y 85.
[2] J. Proudhon (1994): “La idea general de la revolución en el siglo XX”. En: Alonso, M. E., Elisalde, R. y Vázquez, E. Historia Argentina y del mundo contemporáneo. Buenos Aires, Aique, 1994.
[3] James C. Scott (2013): Elogio del anarquismo. Crítica, Barcelona, p. 17.
[4] Byung-Chul Han (2014): Psicopolítica. Herder, Barcelona, pp. 120-122.
[5] James C. Scott (2013): Elogio del anarquismo, p. 20.
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